Una
obviedad que insiste en ser obviada desde el discurso político: La
representación política solo puede ser legítima si existe una comunicación
institucional fluida entre representantes y representados, cualquier otra cosa
es un simulacro. En un artículo Víctor Hugo Acuña señala que los políticos cada vez más, entienden la representación como representación teatral, más que
como representación política. Amparados en una serie de formalidades institucionales pero viciando el contenido, arman la puesta en escena de la
"democracia" y legalizan acciones a todas luces ilegítimas.
De esto se
infiere que las decisiones tomadas por los cuerpos legislativos no son,
necesariamente, eco o representación de la vilipendiada “voz del pueblo”. Parece
que el argumento de “la mayoría” sirve para desacreditar cualquier otro
argumento disidente, aunque la mayoría sea la mitad más uno. De esta manera,
quienes ejercen el poder político, cierran las puertas a cualquier tipo de
discusión que, en buena teoría es una de las características de la organización
democrática de la sociedad: la negociación y la justa ponderación de los
distintos intereses de los actores sociales.
El ejemplo
más reciente de este tipo de cultura y práctica política es, sin duda, la
destitución del presidente de Paraguay Fernando Lugo mediante mecanismos,
constitucionales en el discurso, pero anticonstitucionales en el proceder: “un
juicio político” sumario. Lamentablemente no es el único en la historia
reciente de América Latina, en el 2009 hubo un golpe de estado en Honduras que
depuso a Manuel Zelaya apelando también, por contradictorio que sea, a la “legalidad” y la constitución.
Golpe de estado que fue repudiado, en principio (discurso), pero que en pos de
una “transición” sin violencia y la reinstauración de la democracia, pasó,
impune, a las hemerotecas.
Costa Rica,
por supuesto, no está exenta de este tipo de cultura política. Apelando a “la
mayoría”, Oscar Arias legitimó en su discurso una serie de acciones legales pero,
desde toda perspectiva, cuestionables. Con la muletilla de “a mí me eligieron
para gobernar, no para caerle bien a todo el mundo”, introdujo nuevas
expresiones en la jerga política criolla: “torcedura de brazos”, a pesar de que
su victoria en las elecciones fue muy ajustada. De igual manera, del proceso de referéndum sobre
el TLC (del que salió a la luz uno de los pasajes más deplorables de la
política reciente en el país y le costó a Kevin Casas la silla que ahora ocupa
Laura Chinchilla) salieron “ganadores” y “perdedores” a un escenario en el que
los segundos pierden no solo en el tema concreto “discutido”, sino que también
la posibilidad de hacer cualquier revisión futura del proceso: La mayoría
habló. Al poner el foco de atención en el producto (lo decidido), se anula
cualquier vía para argumentar desde el proceso que condujo a esa decisión.
En una
clase de cierre de semestre sobre Centroamérica, David Díaz hacía la siguiente
pregunta retórica: ¿Será que la cultura política democrática que hemos
construido conduce a la protección de formas de gobierno más cercanas al
autoritarismo que a la democracia? Rodrigo Arias, por supuesto, conoce la
respuesta, y duerme tranquilo a pesar del lumbago.