jueves, 23 de octubre de 2008

Una forma de estar


Un recordatorio de flor seca en la garganta. Un artificio para darle forma al aire. Una oración que se reza para dentro. Es ridículo hacer una ceremonia del fumado aunque lo sea. Siempre le he rehuido a la fetidez mineral de los fósforos, prefiero el chasquido del encendedor seguido del siseo leve del gas como un murmullo de genio embotellado, solo eso ya genera un ambiente de liviandad a pesar del micro estallido. Usualmente fumo compulsivamente, digamos más bien que no me entero de cuando acaba y cuando inicia otro cigarrillo pero de repente ya ha anochecido y la luz eléctrica derrapa en el asfalto llovido. “Vamos a retar a la muerte fumando un cigarrillo en el parqueo”, dijeron en una peli. Uno se ríe. Es nimio pensar en el fumado. A veces cuando fumo y estoy solo me imagino solo y fumando. Una forma de estar, así, simple. No que halle reposo en ello, solo un gran placer que no puedo ubicar. Eso y acomodar palabras. A veces pienso que es lo único que dejo cuando me voy de cualquier sitio: una pilita de colillas, dos o tres palabras desencajadas, una cajetilla arrugada en la mesa.

Instantánea


Nadie sabe de donde provino el balazo. Lo cierto es que le brotaron palomas como a los campanarios de las catedrales. La ciudad sobrevolada hizo que los niños miraran al cielo con sus bracitos extendidos unos; otros llorosos, asustados por la sombra de alas que se les vaciaba en confeti.
Un fotógrafo ambulante, al que se le disparó la cámara por error en la conmoción, capturó la caída del ángel sobre los techos verdes del Teatro Nacional. Debo decir, en honor a la verdad, que sí se ve algo así como una silueta de nube precipitada, algo como un borronazo de pájaro o una ausencia movida en vertical. El fotógrafo asegura que es un ángel derribado y así lo pregona frente al restaurante del hotel Balmoral. Por la compra de tres películas pirata de estreno, obsequia una reproducción de la fotografía, importunado los capuchinos y la cervecita del turista y a sus colegas tilicheros.

martes, 14 de octubre de 2008

En blanco

“beso que rueda en la sombra,
beso que viene rodando”
Miguel Hernández


Yo sé que me amarillo con el humo y que tengo el sarro de las horas y los libros en lo dientes. Sin embargo, descubro los desvíos a tu rostro cuando te soleás la boca, igual que alguien que viene de la noche cargando el día como un farol.
La vida y el amor son dos palabras ordinarias, dos renglones aprendidos y tachados en los pasillos de una escuela. Yo quiero darte una flor cuando estoy triste pero no hay nada más difícil.
A veces esculpo de memoria un grillo en el silencio mientras dormís, a veces cuando estás apunto de despertar y ya hay una raya en el cielo la noche muestra su borde y es como una cobija que puedo extender para lo dos. A veces me quito el nombre y te acompaño así, anónimo, con el rostro en blanco.

domingo, 12 de octubre de 2008

Expediciones


"Yo canto mis soledades porque me sobran"
J. Sabina

Tiendo a la soledad
las soledades

fabrico soplos de arena
de las almenas del castillo

distribuyo el humo
en los espacios vacíos

trazo rutas probables
de los neones de la uña
al pezón primario

atravieso los ojales del ombligo
su botón

mis expediciones
son modestas.

viernes, 10 de octubre de 2008

La Ciudad


Alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. Subimos y bajamos en sus ascensores. Compramos fruta en sus mercados. Bebimos en sus bares. Tomamos el sol bajo la bruma. Alguna vez (creo recordarlo) estuviste en la Ciudad y habían perros y manos que brotaban del cordón de las aceras. Una niña (¿o era un viejo?) recostada al muro del Teatro se acercó a saludar y a pedirnos unas monedas, era gris, como la mancha que dejan los periódicos en los dedos.

Llegamos con mucha otra gente en un bus. Todos llevaban alguna cosa en las manos, nosotros también. Yo andaba una sombrilla o un libro, no sé. No podría detallarte ningún rostro, pero había una señora que se parecía a un pariente lejano que no pudimos recordar si conocimos alguna vez. Alguien te pidió fuego y vos sacaste un lápiz del bolso que no sirvió de nada. Ahora lo recuerdo: yo andaba un libro, porque en la noche hubo llovizna.

Había un hombre de barba sentado en el suelo de una plaza (¿o fue frente al correo?) intentando descalzarse fatigosamente con las dos manos mientras esperaba. No llegaba nadie y él volvía a esperar. Vos pensaste en algo que habías leído y te limpiaste una basurilla del ojo. Me parece que fue en la tarde cuando viniste conmigo a la Ciudad porque queríamos llegar antes que la noche para bienvenirla con salmodias y tintineos y cenizas.

No buscábamos nada. Vos creíste que las estatuas querían decirte algo pero sólo eran los árboles tocándose en lo alto, el óxido crujiente de la Escuela Metálica, un tren blanco llegando a la estación (¿o estaba saliendo?). Creíamos doblar en las esquinas correctas pero nunca lo supimos, eran tantas, tantas las calles en la Ciudad, con sus nombres de muertos y la memez de sus números que nada tenían que ver con la llovizna que nos obligó a buscar un lugar tibio.

Creo que sí, que alguna vez viniste conmigo a la Ciudad y anocheció entre los edificios. Me parece que hacías migajas de papel con una servilleta y hablabas de un barrio improbable con bicicletas, donde alguna vez habías sido niña y tenías revistas y una madre que cantaba el Ángelus y una gata que te llenaba de pelos un abrigo naranja. Después dijiste, mientras te quitabas las pelusas de servilleta del abrigo, que las distancias eran una convención como los colores del semáforo, que te permiten vivir bien, pero realmente nada impide que sean diferentes.

No estoy seguro, pero me parece que sí, que alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. Había un teléfono sonando en su cabina azul, nadie se detuvo a contestar y la llamada se extendió monótona mientras nos alejábamos por ese silencio cómplice que tienen las noches en la Ciudad. Habían bombillos zumbantes y palomas agavilladas en los techos, personas deslizándose como sombras, sombras hacinadas en lo oscuro y últimos buses que salían con sus choferes soñolientos.
Alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. No pudo haber sido hace mucho, aunque quién sabe, ¿cómo diferenciar un día de otro en la Ciudad? El caso es que no volvimos. Seguimos abordando taxis y buses y trenes, pero ya ninguno nos trajo a la Ciudad. A veces a un banco, a un hospital, a una oficina en San José.