Le sorbo el ánima al tabaco
como un desquiciado que le teme al corazón.
Quiero reventar.
Entro a los cafés y escribo:
No ser la mosca sino el vuelo
jamás el vino: la embriaguez
nunca la tinta ni el papel
Hay un sol de sombras rodeando el cenicero
con mujeres que titilan brevemente en su núcleo.
Desde niño me propuse amueblarme la orfandad
con un barco pirata ardiendo en el atlántico
y no llorar hasta llegar a los desiertos
En las mesas
la gente lleva horas moviendo sus cabezas,
parecen globos nerviosos en el aire.
Al fin
la tarde se ha quitado su vestido
quiero servirme el fuego en la garganta
y escupirle dragones a la noche.
martes, 26 de agosto de 2008
lunes, 18 de agosto de 2008
El minotauro
A Jerónimo Peor
-¿Ves Polifemo?- se le oía decirle mientras
apuntaba con el índice al crepúsculo-
aquellos son los dragones, los animales
que más se parecen a los celajes...”
Fernando Contreras
Anda enrarecido con un hueco en el hueco del estómago. Se adentra por las calles de la mano de un itinerario errante que lo conduce a otras calles que lo llevan a otras. A veces se sienta en el caño de alguna esquina a observar el semáforo por largo rato. Lo ve cambiar: amarillo-rojo-verde-amarillo. Comprende la mecánica, el ritmo tricolor que dicta el movimiento de las masas de autos y de gente, entonces respira hondo como sorbiéndole al viento su energía etérea para levantarse. Cruza la calle aprovechando que el semáforo mantiene sus dos ojos inferiores cerrados y sigue su camino por ese laberinto de palomas revoltosas que se estrellan contra los ventanales de los edificios cuando se aventuran en alguna corriente de aire ajena al Teatro y la plaza. Laberinto donde los relojes no titubean en marcar, minuto a minuto, el tiempo que él se ha resignado a vivir.
Busca. Eso es lo que sale a hacer, busca andando y desandando las aceras, quiere encontrar algún punto de quiebre, un instante ínfimo donde la ciudad se desdoble y ver los postes de luz bajando pausados como una manada de jirafas por avenida Segunda, o al Banco Nacional derretirse como un gran témpano de hielo para verterse por las calles y convertirse en un río que dé alguna pista sobre la ruta al mar. Busca a Teseo entre la multitud de peatones y ruega al cielo que éste lo reconozca, que hurgue a través de su máscara de hombre, que no pase de largo, que le hunda comprensivamente la espada en el corazón para sentir, aunque fuera en ese último estallido de sangre derramada, cómo se desvanecen los muros del laberinto para dejar espacio a un campo abierto donde hay, a la sombra de un limonero, un gallo cantando eufórico como espantando a los últimos fantasmas.
Así se le va el domingo a Evans: buscando razones (como hombre de ciencia que es) para explicarse el abandono, la orfandad que lo aísla de sí mismo desde que perdió, por esos azares en que se pierden las cosas, a su Peor amigo. Siempre vuelve cansado arrastrando los pies y ya sin ánimos de volver a ver al cielo, justo a esa hora del día en que los dragones, en un siseo de alas, ensayan sus danzas de cortejo porque se aproxima la estación de apareamiento. Entonces saca del bolsillo una llave que, irremediablemente, sólo le abrirá la puerta de su casa. 26marzo2004.
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