Después del agobio del final de los cursos del semestre se me ha vuelto a ensanchar el tiempo y he regresado a las buenas costumbres. Dormir a patas sueltas, anclado al sueño de mi esposa, volver a los sillones en penumbra de las salas de los amigos (despacito, porque del aislamiento siempre me cuesta salir) pensar en la escritura y para eso: leer. Entre los libros que tenía en espera, aunque el impaciente más bien era yo, estaba Morituri de Klaus Steinmetz.
Dice G.A. Chaves en la contratapa del libro: “Morituri revela una inteligencia que sabe hacer arte con la emoción sin caer en manierismos ni poses. Condenada a la imaginación y a la violencia, la América que retrata Morituri es un mundo dantesco, tan lleno de color como de dolor.”
Pues eso. Este es un libro que en sus poemas nos describe un mundo actual pero no separado del pasado, de lo que la historia pesa, de la densidad humana que a veces se anula tras la palabra multitud. Por eso en Morituri la relación más básica; la que existe entre dos personas o entre una persona y el escenario físico y psicológico que la contiene, sirve como vehículo para que la innumerable y compleja gama de relaciones humanas posibles, transiten del poema al lector y viceversa. Mediante el lenguaje poético, Klaus Steinmetz vuelve personas -que no mártires- a los personajes vaciados por la iteración en las notas de sucesos nacionales e internacionales de los periódicos. La imaginación, el sueño, la levedad, siguen siendo una vía, no de escape, sino de reconstitución.
Mitú, Colombia
(Él)
Que hubiese un hombre
engullido por la selva.
Que la verde catedral que es la selva
fuese una catedral
en la que tropiezan los ciegos
sin herirse.
Con una sola puerta de entrada
que se cerrase
tras la víctima.
Que las hostias fuesen esmeraldas.
Que ese hombre fuese una hostia
en la misa de los herejes,
de forajidos
que se hincan al fin.
Que la selva fuese un laberinto
sin salida
y los átomos dispersos en el aire
fuesen átomos alados
con pico
y malaria
en el pico
los átomos del aire.
Que ese hombre fuese
el alimento de la selva.
Y que esa vejación
fuese la única.
Que creyendo que escapa
se deslizase
a lo largo de la hipotenusa gástrica
de la selva.
Corriendo
como uno que escapa
o cree escapar.
Que ese hombre hubiese roto el candado
que lo aferraba al árbol
mientras sus captores
soñaban con mujeres.
Que en la noche adecuada
tibia y favorable
los secuestradores
soñasen con mulatas desnudas.
Que hubiese piedras cercanas
suaves a la mano herida
pero aptas para romper
viejos candados
devorados casi
por la selva.
Candados como viejos escorpiones.
Piedras como esmeraldas.
La gran catedral vegetal.
Que hubiese noches
en que ciertos hombres
inquebrantables
se fugasen
para fenecer libres
en el intestino de la Amazonia.
Que ese hombre corriese
y luchase
y trepase por el tronco de un gigante
y comiese de su corteza
y bebiese el caldo
en la axila de las ramas,
y devorase hormigas
y larvas de hormigas
y ranas
y ancas de rana
y gusanos
y no fuese atacado
ni mordido
por aquello que se mueve
en la eterna
y húmeda
penumbra.
Que ese hombre corriese
y una media docena
de indios mercenarios
apenas superando
sus oníricas erecciones
aceptasen lo que ya saben:
que en ese laberinto
todo se extravía
todo lo ajeno se muere
o se transforma
en musgo
en sedimento
en comida
en mierda.
Que el hombre fuese musgo.
Que se transformase en sedimento.
Que fuese comida.
Mierda.
Que ese hombre saltase sobre las raíces
esquivase los grandes pilares
de madera,
las ciudades de tarántulas,
la guarida
de algún depredador
aún no descubierto por la ciencia.
Que corriese
como si volase
como si tuviese alas en los talones
como si un magneto único
lo atrajese solo a él:
la gravedad íntima
de un planeta
que es su casa.
Como si aún tuviese fuerza
para mover
las atrofiadas
articulaciones.
Como si volase.
Y sus pies ampollados
no requiriesen
apoyar la torturada planta
en el suelo escamado.
Que los hombres volasen
y por ende
ese hombre volase.
Que volase y construyese
un hogar en el dosel
de la jungla
y se sentase junto a la hembra
y le diese lombrices
que se revuelven
ante la proximidad
de su sacrificio.
Y que esa hembra estuviese
sentada sobre sendos huevos
de colores.
Que nada lo alejase de ese nido suyo
tan alto
tan oculto
tan secreto.
Que nunca callase.
Ni fuese nunca obligado
a callar.
Que llegase esa noche.
Que pudiese librarse.
Que si no pudiese
ponerse en pie,
(quebrado
retorcido
asmático
patético
sifilítico)
se dejase resbalar
por la garganta
esmeralda.
Que un hombre fuese
una serpiente
lúbrica
inasible.
Un bicho que se desplazase
reptando
entre hongos venenosos
y pequeños mamíferos
aterrados.
Que un hombre
engullese la selva.
Que fuese su dios,
su goloso dios.
O que al menos fuese
su pene desprendido
que repta.
Que el pene desprendido de dios
penetrase
la vagina de la selva
y nunca más
hallase
la salida.
Klaus Steinmetz, Morituri, Editorial Germinal, San José, Costa Rica, 2011 (pp 61-66)
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