Alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. Subimos y bajamos en sus ascensores. Compramos fruta en sus mercados. Bebimos en sus bares. Tomamos el sol bajo la bruma. Alguna vez (creo recordarlo) estuviste en la Ciudad y habían perros y manos que brotaban del cordón de las aceras. Una niña (¿o era un viejo?) recostada al muro del Teatro se acercó a saludar y a pedirnos unas monedas, era gris, como la mancha que dejan los periódicos en los dedos.
Llegamos con mucha otra gente en un bus. Todos llevaban alguna cosa en las manos, nosotros también. Yo andaba una sombrilla o un libro, no sé. No podría detallarte ningún rostro, pero había una señora que se parecía a un pariente lejano que no pudimos recordar si conocimos alguna vez. Alguien te pidió fuego y vos sacaste un lápiz del bolso que no sirvió de nada. Ahora lo recuerdo: yo andaba un libro, porque en la noche hubo llovizna.
Había un hombre de barba sentado en el suelo de una plaza (¿o fue frente al correo?) intentando descalzarse fatigosamente con las dos manos mientras esperaba. No llegaba nadie y él volvía a esperar. Vos pensaste en algo que habías leído y te limpiaste una basurilla del ojo. Me parece que fue en la tarde cuando viniste conmigo a la Ciudad porque queríamos llegar antes que la noche para bienvenirla con salmodias y tintineos y cenizas.
No buscábamos nada. Vos creíste que las estatuas querían decirte algo pero sólo eran los árboles tocándose en lo alto, el óxido crujiente de la Escuela Metálica, un tren blanco llegando a la estación (¿o estaba saliendo?). Creíamos doblar en las esquinas correctas pero nunca lo supimos, eran tantas, tantas las calles en la Ciudad, con sus nombres de muertos y la memez de sus números que nada tenían que ver con la llovizna que nos obligó a buscar un lugar tibio.
Creo que sí, que alguna vez viniste conmigo a la Ciudad y anocheció entre los edificios. Me parece que hacías migajas de papel con una servilleta y hablabas de un barrio improbable con bicicletas, donde alguna vez habías sido niña y tenías revistas y una madre que cantaba el Ángelus y una gata que te llenaba de pelos un abrigo naranja. Después dijiste, mientras te quitabas las pelusas de servilleta del abrigo, que las distancias eran una convención como los colores del semáforo, que te permiten vivir bien, pero realmente nada impide que sean diferentes.
No estoy seguro, pero me parece que sí, que alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. Había un teléfono sonando en su cabina azul, nadie se detuvo a contestar y la llamada se extendió monótona mientras nos alejábamos por ese silencio cómplice que tienen las noches en la Ciudad. Habían bombillos zumbantes y palomas agavilladas en los techos, personas deslizándose como sombras, sombras hacinadas en lo oscuro y últimos buses que salían con sus choferes soñolientos.
Alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. No pudo haber sido hace mucho, aunque quién sabe, ¿cómo diferenciar un día de otro en la Ciudad? El caso es que no volvimos. Seguimos abordando taxis y buses y trenes, pero ya ninguno nos trajo a la Ciudad. A veces a un banco, a un hospital, a una oficina en San José.
Llegamos con mucha otra gente en un bus. Todos llevaban alguna cosa en las manos, nosotros también. Yo andaba una sombrilla o un libro, no sé. No podría detallarte ningún rostro, pero había una señora que se parecía a un pariente lejano que no pudimos recordar si conocimos alguna vez. Alguien te pidió fuego y vos sacaste un lápiz del bolso que no sirvió de nada. Ahora lo recuerdo: yo andaba un libro, porque en la noche hubo llovizna.
Había un hombre de barba sentado en el suelo de una plaza (¿o fue frente al correo?) intentando descalzarse fatigosamente con las dos manos mientras esperaba. No llegaba nadie y él volvía a esperar. Vos pensaste en algo que habías leído y te limpiaste una basurilla del ojo. Me parece que fue en la tarde cuando viniste conmigo a la Ciudad porque queríamos llegar antes que la noche para bienvenirla con salmodias y tintineos y cenizas.
No buscábamos nada. Vos creíste que las estatuas querían decirte algo pero sólo eran los árboles tocándose en lo alto, el óxido crujiente de la Escuela Metálica, un tren blanco llegando a la estación (¿o estaba saliendo?). Creíamos doblar en las esquinas correctas pero nunca lo supimos, eran tantas, tantas las calles en la Ciudad, con sus nombres de muertos y la memez de sus números que nada tenían que ver con la llovizna que nos obligó a buscar un lugar tibio.
Creo que sí, que alguna vez viniste conmigo a la Ciudad y anocheció entre los edificios. Me parece que hacías migajas de papel con una servilleta y hablabas de un barrio improbable con bicicletas, donde alguna vez habías sido niña y tenías revistas y una madre que cantaba el Ángelus y una gata que te llenaba de pelos un abrigo naranja. Después dijiste, mientras te quitabas las pelusas de servilleta del abrigo, que las distancias eran una convención como los colores del semáforo, que te permiten vivir bien, pero realmente nada impide que sean diferentes.
No estoy seguro, pero me parece que sí, que alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. Había un teléfono sonando en su cabina azul, nadie se detuvo a contestar y la llamada se extendió monótona mientras nos alejábamos por ese silencio cómplice que tienen las noches en la Ciudad. Habían bombillos zumbantes y palomas agavilladas en los techos, personas deslizándose como sombras, sombras hacinadas en lo oscuro y últimos buses que salían con sus choferes soñolientos.
Alguna vez viniste a la Ciudad conmigo. No pudo haber sido hace mucho, aunque quién sabe, ¿cómo diferenciar un día de otro en la Ciudad? El caso es que no volvimos. Seguimos abordando taxis y buses y trenes, pero ya ninguno nos trajo a la Ciudad. A veces a un banco, a un hospital, a una oficina en San José.
1 comentario:
de este no digo nada... debí haberlo escrito
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