Una demencial hasta la histeria colectiva, la otra amarga como la rabia que desagua nunca en llanto. Las dos violentas. Una absurda, la otra más. Dos pelis situadas en la posguerra civil española. Una en alguna zona rural de Cataluña, la otra en las calles de Madrid. Balada triste de trompeta de Alex de la Iglesia y Pan Negro de Agustí Villaronga. Dos películas que se nutren en el envilecimiento social que se cultiva en torno a los conflictos bélicos que fundan y refundan sociedades con parques para que los niños jueguen a matar y maten. Una con el humor negro y la estética recargada y sucia de los comics, la otra con el realismo polvoriento. Poniéndole la nariz al payaso una, y el escupitajo en la cara al indolente la otra, en las dos pelis nadie gana. Todos pierden.
Nuria: ¿No te gustan los pájaros?... Pues lleno de pájaros muertos, disecados, así sería tu retrato: El retrato de un asesino de pájaros…Mano muerta, mano muerta, llama a esta puerta… Sabes qué, un día me gustaría pegar fuego a un pájaro; una bola de fuego volando por los aires, chillando hasta caerse por tierra: la lluvia de cenizas es cuanto quedaría del pájaro… ¿Tú has querido morirte alguna vez? Pues yo nunca me moriré entera, me iré muriendo poco a poco… un día una mano, otro día la otra. Piensa que ya estoy un poco enterrada y cuando esté bien muerta ¡mierda a los vivos! Mano muerta, mano muerta, ahora ya no podré morir.
Después del agobio del final de los cursos del semestre se me ha vuelto a ensanchar el tiempo y he regresado a las buenas costumbres. Dormir a patas sueltas, anclado al sueño de mi esposa, volver a los sillones en penumbra de las salas de los amigos (despacito, porque del aislamiento siempre me cuesta salir) pensar en la escritura y para eso: leer. Entre los libros que tenía en espera, aunque el impaciente más bien era yo, estaba Morituri de Klaus Steinmetz.
Dice G.A. Chaves en la contratapa del libro: “Morituri revela una inteligencia que sabe hacer arte con la emoción sin caer en manierismos ni poses. Condenada a la imaginación y a la violencia, la América que retrata Morituri es un mundo dantesco, tan lleno de color como de dolor.”
Pues eso. Este es un libro que en sus poemas nos describe un mundo actual pero no separado del pasado, de lo que la historia pesa, de la densidad humana que a veces se anula tras la palabra multitud. Por eso en Morituri la relación más básica; la que existe entre dos personas o entre una persona y el escenario físico y psicológico que la contiene, sirve como vehículo para que la innumerable y compleja gama de relaciones humanas posibles, transiten del poema al lector y viceversa. Mediante el lenguaje poético, Klaus Steinmetzvuelve personas -que no mártires- a los personajes vaciados por la iteración en las notas de sucesos nacionales e internacionales de los periódicos. La imaginación, el sueño, la levedad, siguen siendo una vía, no de escape, sino de reconstitución.
Mitú, Colombia
(Él)
Que hubiese un hombre
engullido por la selva.
Que la verde catedral que es la selva
fuese una catedral
en la que tropiezan los ciegos
sin herirse.
Con una sola puerta de entrada
que se cerrase
tras la víctima.
Que las hostias fuesen esmeraldas.
Que ese hombre fuese una hostia
en la misa de los herejes,
de forajidos
que se hincan al fin.
Que la selva fuese un laberinto
sin salida
y los átomos dispersos en el aire
fuesen átomos alados
con pico
y malaria
en el pico
los átomos del aire.
Que ese hombre fuese
el alimento de la selva.
Y que esa vejación
fuese la única.
Que creyendo que escapa
se deslizase
a lo largo de la hipotenusa gástrica
de la selva.
Corriendo
como uno que escapa
o cree escapar.
Que ese hombre hubiese roto el candado
que lo aferraba al árbol
mientras sus captores
soñaban con mujeres.
Que en la noche adecuada
tibia y favorable
los secuestradores
soñasen con mulatas desnudas.
Que hubiese piedras cercanas
suaves a la mano herida
pero aptas para romper
viejos candados
devorados casi
por la selva.
Candados como viejos escorpiones.
Piedras como esmeraldas.
La gran catedral vegetal.
Que hubiese noches
en que ciertos hombres
inquebrantables
se fugasen
para fenecer libres
en el intestino de la Amazonia.
Que ese hombre corriese
y luchase
y trepase por el tronco de un gigante
y comiese de su corteza
y bebiese el caldo
en la axila de las ramas,
y devorase hormigas
y larvas de hormigas
y ranas
y ancas de rana
y gusanos
y no fuese atacado
ni mordido
por aquello que se mueve
en la eterna
y húmeda
penumbra.
Que ese hombre corriese
y una media docena
de indios mercenarios
apenas superando
sus oníricas erecciones
aceptasen lo que ya saben:
que en ese laberinto
todo se extravía
todo lo ajeno se muere
o se transforma
en musgo
en sedimento
en comida
en mierda.
Que el hombre fuese musgo.
Que se transformase en sedimento.
Que fuese comida.
Mierda.
Que ese hombre saltase sobre las raíces
esquivase los grandes pilares
de madera,
las ciudades de tarántulas,
la guarida
de algún depredador
aún no descubierto por la ciencia.
Que corriese
como si volase
como si tuviese alas en los talones
como si un magneto único
lo atrajese solo a él:
la gravedad íntima
de un planeta
que es su casa.
Como si aún tuviese fuerza
para mover
las atrofiadas
articulaciones.
Como si volase.
Y sus pies ampollados
no requiriesen
apoyar la torturada planta
en el suelo escamado.
Que los hombres volasen
y por ende
ese hombre volase.
Que volase y construyese
un hogar en el dosel
de la jungla
y se sentase junto a la hembra
y le diese lombrices
que se revuelven
ante la proximidad
de su sacrificio.
Y que esa hembra estuviese
sentada sobre sendos huevos
de colores.
Que nada lo alejase de ese nido suyo
tan alto
tan oculto
tan secreto.
Que nunca callase.
Ni fuese nunca obligado
a callar.
Que llegase esa noche.
Que pudiese librarse.
Que si no pudiese
ponerse en pie,
(quebrado
retorcido
asmático
patético
sifilítico)
se dejase resbalar
por la garganta
esmeralda.
Que un hombre fuese
una serpiente
lúbrica
inasible.
Un bicho que se desplazase
reptando
entre hongos venenosos
y pequeños mamíferos
aterrados.
Que un hombre
engullese la selva.
Que fuese su dios,
su goloso dios.
O que al menos fuese
su pene desprendido
que repta.
Que el pene desprendido de dios
penetrase
la vagina de la selva
y nunca más
hallase
la salida.
Klaus Steinmetz, Morituri, Editorial Germinal, San José, Costa Rica, 2011 (pp 61-66)
Este bálsamo no cura cicatrices, esta rumbita no sabe enamorar, este rosario de cuentas infelices calla más de lo que dice pero dice la verdad. Este almacén de sábanas que no arden, este teléfono sin contestador, la llamaré mañana, hoy se me hizo tarde, esta forma tan cobarde de no decirnos que no. Este contigo, este sin ti tan amargo, este reloj de arena del arenal, esta huelga de besos, este letargo, estos pantalones largos para el viejo Peter Pan. Esta cómoda sin braguitas de Zara, el tour del Soho desde un rojo autobús, estos ojos que no miden ni comparan ni se olvidan de tu cara ni se acuerdan de tu cruz. No abuses de mi inspiración, no acuses a mi corazón tan maltrecho y ajado que está cerrado por derribo. Por las arrugas de mi voz se filtra la desolación de saber que estos son los últimos versos que te escribo, para decir “condios” a los dos nos sobran los motivos. Esta paya tan lejos de su gitano, este penal del Puerto sin vis a vis, esta guerra civil, este mano a mano, estos moros y cristianos, este muro de Berlín. Este virus que no muere ni nos mata, esta amnesia en el cielo del paladar, la limusina del polvo por Manhattan, el invierno en Mar del Plata, los versos del Capitán. Este hacerse mayor sin delicadeza, esta espalda mojada de moscatel, este valle de fábricas de tristeza, esta espuma de certeza, esta colmena sin miel. Este borrón de sangre y de tinta china, este baño sin rimmel ni nembutal, estos huesos que vuelven de la oficina, dentro de una gabardina con manchas de soledad. No abuses de mi inspiración, no acuses a mi corazón tan maltrecho y ajado que está cerrado por derribo. Por las arrugas de mi voz se filtra la desolación de saber que estos son los últimos versos que te escribo, para decir “condios” a los dos nos sobran los motivos.
Me dicen Quijano el Buenagente,
vendía opio, plomo y bengalas;
ahora cuento mis penas a extraños
y esta noche la muerte trae mis alas.
Su pelo negro como un cubo de brea,
su piel blanca como la sal del mar;
dejé Tejas siguiendo a Dulcinea,
no hay atajo al cielo, ni vuelta al hogar.
Pedí un deseo al primer rayo de luna:
una risa astuta y un baño de estrellas,
como un niño que captura luciérnagas
para verlas morir en la botella..
Cuando inhale las nubes, ahorcado
entre estos hijos del Padre Eterno,
buscaré en cada rostro el de Dulcinea
para llevarla conmigo al infierno.
La lluvia volvió como lo hizo el viento,
pensé que escaparía de Dulcinea
dejando esta cruz en almoneda
para irme de este mundo al desierto.
El diablo baila en las bolsillos vacíos
pero ella nunca quiso oro ni perlas
eso era poco para mi Dulcinea
-que te guarden de ambiciones como esa-
He perdido el favor de mi Dulcinea,
quién diría que el infierno también salva:
le di todo, pero lo que ella quería
era el cascabel del cuello de mi alma.
He hablado con el dios de la montaña,
he nadado en el mar irlandés,
comí fuego y bebí agua del Ganges
suplicando amparo y merced.
Pensé que escaparía de Dulcinea
-volvió la lluvia y el viento del mar-
Yo estaba en la puerta de la taberna
con miedo de irme y miedo de entrar.
Alguien –o yo- levantó la pistola
y un rayo de luna estalló en sus pechos
así fue que me convertí en la joya
de su pecado, pasados los hechos.
Me dicen Quijano el Buenagente,
vendía opio, plomo y bengalas;
ahora cuento mis penas a extraños
y esta noche la muerte trae mis alas.
Su pelo, negro como un cubo de brea,
su piel blanca como un puño de cal;
dejé Tejas siguiendo a Dulcinea,
no hay atajo al cielo ni vuelta al hogar.
Lucinda
Well they call me William the Pleaser I sold opium fireworks and lead now I'm telling my troubles to strangers when the shadows get long I'll be dead
now her hair was as black as a bucket of tar her skin as white as a cuttlefish bone I left Texas to follow Lucinda Now I'll never see heaven or home
I made a wish on a sliver of moonlight a sly grin and a bowl full of stars like a kid who captures a firefly and leaves it only to die in the jar
as I kick at the clouds at my hanging as I swing out over the crowd I will search every face for Lucinda's and she will go off with me down to hell
I thought I'd broke loose of Lucinda the rain returned and so did the wind I cast this burden on the god that is within me and I'll leave this old world and go free
the devil dances inside empty pockets but she never wanted money or pearls no that wasn't enough for Lucinda she wasn't that kind of girl
now I've fallen from grace for Lucinda whoever thought that hell be so low I did well for an old tin can sailor but she wanted the bell in my soul
I've spoken the god on the mountain I've swam in the Irish sea I ate fire and drank from the Ganges I'll beg there for mercy for me
I thought I'd broke loose from Lucinda the rain returned and so did the wind I was standing outside the Whitehorse oh but I was afraid to go in
I heard someone pull the trigger her breasts heaved in the moonlight again there was a smear of gold in the window and then I was the jewel of her sin
they call me William the Pleaser I sold opium fireworks and lead now I'm telling my troubles to strangers when the shadows get long I'll be dead
her hair was a black as a bucket of tar skin as white as a cuttlefish bone I left Texas to follow Lucinda I know I'll never see heaven or home
Acostado, de pie y/o sentado,
dentro de estas paredes que guardan algo que palpita,
resido escaso, sin palabras para recibir tu muerte o la de los amigos
o cualquier muerte. Con un vendedor ambulante en el pecho
que llora cuando llega a los acantilados o cuando las ciudades
se duermen o son abandonadas por las mujeres
y los niños y los hombres porque algo terrible ha irrumpido
como un animal huraño en sus sueños.
Digo que me duele algún hueso y tiemblo de hambre
y cuando pienso en Dios solo veo su garra
agrietando el aire para inventar los recintos de su nada.
Desnudo con la verga blanda o ineficaz o triste
y el torrente de la sangre lleno de poros
y en los poros la baba de los relojes y otras máquinas
la baba de los besos y del brillo de las pantallas
la baba de 1987 o cualquiera de esos años
la baba del amor y de los que aman y tienen
mi número en su agenda telefónica y en cada dígito
un cable, una paloma de humo con mis señas
y un búnker contra la intemperie y los perros salvajes
que cría el corazón.
Coloqué un pie sobre el otro,
llené poco a poco con mis manos los bolsillos
y crecí luces negras en lo oscuro solo para verte
o para verlos en secreto,
solo para desgajarle a las voces la amapola adictiva del silencio
y tirar todas las puertas sin testigos.
Digo que equivoqué adrede el retrato hablado
que les di a los taxistas de mi casa. Los puntos de encuentro
donde me esperaste o me esperaron con el fuego y la palabra.
La palabra genérica, la que se gasta y la que se renueva;
donde mutan los paisajes abigarrados que quiero templar
sobre el papel. Un hombre joven que pone signos impronunciables
a las criaturas para olvidar cómo llamarlas y crear así la distancia
para la cacofonía de los trenes y las muchedumbres de los apeaderos.
Podría armar aquí tu nombre o sus nombres
pero están más cerca si los callo.
Y es que sabés y saben que me quedé con un dedo en el aire
la tarde que una mujer se hizo loca por no agraviar
a los que vuelven esquilmados de la lluvia;
la noche que un hombre pedía que le dijeran a sus hijos
que no le perdonaran nada, estrujándose los güevos y el corazón
para engañar al llanto.
Digo que mi fervor es hondo y anida en lo que no perdura.
Desde esas breves estaciones saludan los pañuelos del olvido,
blancos como las olas de un mar que se arrima cariñoso a las orillas.
Colgaré de ahí el aire y el zumo efímero
del cigarrillo que lo encarna,
ahí de ese labio de donde saldrá
un mínimo diluvio
y un pájaro de caos
o una ráfaga eléctrica de plumas
o un cristal precioso de saliva
que servirá para cortar el dogal
de los jóvenes ahorcados.
ahí en tu boca,
justo donde empiezan los territorios amañados
de los indios y vaqueros,
de los policías y ladrones y las detonaciones de salvas;
ahí donde se pierde el rastro del silbido
de una discreta jardinera
que lleva en su canasta pétalos de muerte y frutos secos
y pondré el aire y la bocanada
y desde tu boca preguntaremos
dónde pastan los caballos de la rabia y la ternura
y en qué llovizna remota se convierten sus galopes.
seré yo quien saque un gallo enfurecido
de tu cuore y lo ponga a picotear el fuego
en la carne imaginada de tu labio bajo,
y te daré una palabra rota para que en ella
guardes el gruñido o el silencio
que nos pedirán los primogénitos de los locos
cuando desfilen, con sus velas apagadas,
hacia las ciudades que persisten en la noche.
Anoche soñé con vos, más bien con tu papá;
era un señor alto de sombrero.
Yo estaba en un lugar que me recordaba
el silencio de un pájaro que duerme
o de un motor echado a perder
y él llegaba con el ceño largo de los niños
cuando se hacen viejos
o de un dios en bancarrota
que apiló mañanas minuciosamente
para descubrir que no todo lo que brilla es oro;
traía en sus manos una botella verde
y el dolor analgésico que da tocar las cosas del mundo.
Hablaba con afán del vientre paterno del mar,
de las tierras indómitas e inéditas que empiezan en lo oscuro
y en cada una de las letras de la palabra desesperación;
hablaba del sabor aceitunado de los pechos
de una mujer que nunca envejeció pero tuvo muchas hijas
con pezones de aceituna;
del desconcierto que le produce la ventana en una fotografía
en la que hay un tazón lleno de frutas sobre el piso
de la sala de una casa vacía;
o más bien la luz que entra por la ventana
como un ángel verde de basalto,
un ángel sólido y parco de la anunciación.
Me servía en una copa y tomaba de la boca de la botella.
No se acordaba de vos,
pero decía gozoso que sus hijos se parecían a la vibración
de los paisajes por donde pasan los trenes
o a las jaurías de perros que ladran desde el horizonte
y atizan el corazón de los caminantes.
Creo que anochecía, porque un quinqué discreto
parecía volverle cenizas los ojos y el bigote.
A mí me angustiaban las ganas de orinar,
pensaba en mi vestido ensombreciéndose,
volviéndose pesado;
me llevaba las manos a la cara y no era morirse
pero era como no estar viva.