Todos en casa sabíamos que se aproximaba inminente. Sabíamos que ese día iba a llegar con su caja de Pandora bajando por las paredes como los germanos en desbandada; pero estábamos preparados, nadie vio nunca una familia más eficiente y organizada que la nuestra. Por supuesto no las provocábamos y evitábamos cualquier contacto frontal con ellas. ¡Qué ilusos!
La medida de contingencia inmediata consistió en deshacernos de todas y cada una de las plantas ornamentales dentro y fuera de la casa. Por supuesto Shannon, mi esposa, fue la más afectada; estaba tan encariñada con sus hortensias y sus geranios, sin embargo, descubrió que le quedaba más tiempo libre para probarse sombreros y pintarse y despintarse las cejas, así que al cabo de los días encontró ventajas en el asunto.
Sin plantas en la casa las despojamos de cualquier chance de camuflaje y hábitat doméstico, lo que resultó, muy a pesar de mi orgullo de estratega, insuficiente y contra producente: una mañana Nick, el menor, alcanzó a ver la cola de una de ellas escabulléndose por una hendija del cieloraso cuando se despertaba, además, descubrió en la almohada sus excrementos diminutos e indeseables, ridículos y ofensivos, probablemente la escurridiza andaba en una misión de reconocimiento con el objeto de apoderarse de su habitación ahora que no tenían donde esconderse. Por más que insistimos (el trance fue traumático para Nick), no lo pudimos convencer de que se instalara en ese frente a contener la avanzada. Se pasó a dormir con Nick, el mayor, y estuvo tres meses en tratamiento con el Dr. Freeman, psicoanalista de la familia. En un acto heroico Nick, el del medio, que siempre fue el más aguerrido, y yo, amputamos la habitación de la casa, la desmantelamos sistemáticamente, quemamos la cama y la ropa junto con los restos del techo y las paredes. Ni señal de ellas. Animal más astuto no hay.
Ante la alarma general de los vecinos, que no comprendían por qué demolimos ciertos sectores de la casa, por qué quemamos los libros y tiramos a la calle la lavadora y el secador (ya habían avanzado por el este hasta el cuarto de pilas y por el sur hasta la biblioteca), Nick, el mayor, que siempre fue el más conciliador, tuvo la idea de realizar una campaña de información para prevenir al vecindario del peligro en que nos encontrábamos y así, procurar su apoyo en una lucha común contra esos detestables bichos trepadores. Un domingo, después del culto, los tres hermanos se dedicaron a repartir volantes casa por casa explicando la situación. La respuesta no fue la esperada: la señora de Alfaro no volvió los martes a jugar a la baraja con Shannon, don Fernando, el del almacén, me cerró el crédito, a los dos menores no había quién les pasara un balón en los partidos de los sábados y al mayor, le prohibieron visitar a Shannon, su novia.
Ni la burla ni la indiferencia nos desalentó, todo lo contrario. La familia entera se inscribió en un curso por correo de control de plagas que duró seis meses. Para cuando nos llegó el certificado de participación ya habíamos perdido la sala de estar, la cocina y el cuarto de baño, sin embargo no reculamos, ese mismo día empezamos a fabricar pesticidas caseros y toda clase de venenos que rociamos fervorosamente alrededor de la casa y en los muros exteriores (menos Nick, el menor, que es alérgico a todo tipo de cosas). Esa noche nos fuimos a dormir contentísimos.
A la mañana siguiente nos levantamos ansiosos, esperando ver decenas de cuerpecitos, inertes unos, y convulsionando otros, para declarar al fin la victoria definitiva. Cuál fue nuestra sorpresa al descubrir que en vez del épico escenario que imaginábamos, nos esperaban la policía, doña Aura, que fue la que puso la denuncia porque dizque le envenenamos el gato y el Dr. Freeman (maldito traidor) con cuatro de sus enfermeros, a la entrada principal de la casa, ahora reducida únicamente al dormitorio matrimonial, donde, aunque estrujados, estábamos tranquilos Shannon, Nick, Nick, Nick y yo.
No atendieron a nuestras razones. Es cierto que teníamos varios meses sin asearnos, es cierto que en los caños habían dos o tres perros muertos, pero también es cierto que Alonsito, el menor de doña Aura (y de esto nos dimos cuenta hasta que los oficiales nos introducían en la patrulla), tenía uno de esos animalejos en el hombro desde donde nos miraba con sus ojos agudos y malignos.
La medida de contingencia inmediata consistió en deshacernos de todas y cada una de las plantas ornamentales dentro y fuera de la casa. Por supuesto Shannon, mi esposa, fue la más afectada; estaba tan encariñada con sus hortensias y sus geranios, sin embargo, descubrió que le quedaba más tiempo libre para probarse sombreros y pintarse y despintarse las cejas, así que al cabo de los días encontró ventajas en el asunto.
Sin plantas en la casa las despojamos de cualquier chance de camuflaje y hábitat doméstico, lo que resultó, muy a pesar de mi orgullo de estratega, insuficiente y contra producente: una mañana Nick, el menor, alcanzó a ver la cola de una de ellas escabulléndose por una hendija del cieloraso cuando se despertaba, además, descubrió en la almohada sus excrementos diminutos e indeseables, ridículos y ofensivos, probablemente la escurridiza andaba en una misión de reconocimiento con el objeto de apoderarse de su habitación ahora que no tenían donde esconderse. Por más que insistimos (el trance fue traumático para Nick), no lo pudimos convencer de que se instalara en ese frente a contener la avanzada. Se pasó a dormir con Nick, el mayor, y estuvo tres meses en tratamiento con el Dr. Freeman, psicoanalista de la familia. En un acto heroico Nick, el del medio, que siempre fue el más aguerrido, y yo, amputamos la habitación de la casa, la desmantelamos sistemáticamente, quemamos la cama y la ropa junto con los restos del techo y las paredes. Ni señal de ellas. Animal más astuto no hay.
Ante la alarma general de los vecinos, que no comprendían por qué demolimos ciertos sectores de la casa, por qué quemamos los libros y tiramos a la calle la lavadora y el secador (ya habían avanzado por el este hasta el cuarto de pilas y por el sur hasta la biblioteca), Nick, el mayor, que siempre fue el más conciliador, tuvo la idea de realizar una campaña de información para prevenir al vecindario del peligro en que nos encontrábamos y así, procurar su apoyo en una lucha común contra esos detestables bichos trepadores. Un domingo, después del culto, los tres hermanos se dedicaron a repartir volantes casa por casa explicando la situación. La respuesta no fue la esperada: la señora de Alfaro no volvió los martes a jugar a la baraja con Shannon, don Fernando, el del almacén, me cerró el crédito, a los dos menores no había quién les pasara un balón en los partidos de los sábados y al mayor, le prohibieron visitar a Shannon, su novia.
Ni la burla ni la indiferencia nos desalentó, todo lo contrario. La familia entera se inscribió en un curso por correo de control de plagas que duró seis meses. Para cuando nos llegó el certificado de participación ya habíamos perdido la sala de estar, la cocina y el cuarto de baño, sin embargo no reculamos, ese mismo día empezamos a fabricar pesticidas caseros y toda clase de venenos que rociamos fervorosamente alrededor de la casa y en los muros exteriores (menos Nick, el menor, que es alérgico a todo tipo de cosas). Esa noche nos fuimos a dormir contentísimos.
A la mañana siguiente nos levantamos ansiosos, esperando ver decenas de cuerpecitos, inertes unos, y convulsionando otros, para declarar al fin la victoria definitiva. Cuál fue nuestra sorpresa al descubrir que en vez del épico escenario que imaginábamos, nos esperaban la policía, doña Aura, que fue la que puso la denuncia porque dizque le envenenamos el gato y el Dr. Freeman (maldito traidor) con cuatro de sus enfermeros, a la entrada principal de la casa, ahora reducida únicamente al dormitorio matrimonial, donde, aunque estrujados, estábamos tranquilos Shannon, Nick, Nick, Nick y yo.
No atendieron a nuestras razones. Es cierto que teníamos varios meses sin asearnos, es cierto que en los caños habían dos o tres perros muertos, pero también es cierto que Alonsito, el menor de doña Aura (y de esto nos dimos cuenta hasta que los oficiales nos introducían en la patrulla), tenía uno de esos animalejos en el hombro desde donde nos miraba con sus ojos agudos y malignos.
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