viernes, 16 de mayo de 2008

La transfiguración de la silla


Fabio siempre llega a la casa a las seis de la tarde, se afloja la corbata en la sala mientras deja el maletín en el sofá y escarba el aire con la nariz. Después de descubrir con regocijo que hay caldo de lentejas con pollo para la cena, se dirige a la cocina y besa a su mujer quien lo recibe con la algarabía de las cebollas y los rábanos.
A Fabio ya no le molesta que siempre haya una silla volcada de cabeza en el comedor, ahora ni se incomoda en preguntar como solía hacerlo, simplemente se agacha con un gesto tierno y conciliador y devuelve la silla a su posición fundamental antes de sentarse.
La convivencia que llaman.
¡Ah! Pero hace unos años si era todo un problema, sobre todo porque si Fabio encaraba a su mujer y le preguntaba que en qué nomarquías estaba pensando y por qué hipocaustos insistía en poner esa pietista silla todos los días de cabeza en el centro del comedor, ella, indolente y sorprendida, contestaba -¿Cuál silla mi amor?- mientras estudiaba con extrañeza el objeto que Fabio señalaba incisivo. Por supuesto, esto a Fabio le llenaba de vidrios molidos el hígado y los ojos. A Dios gracias, con el tiempo aprendió a hacerse el de la vista gorda.

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