III
“San José se ve más bonito en fotos”- Pensó mientras bajaba del bus que llegó justo a tiempo para mostrarle las piernas de la muchacha que doblaba la esquina- La perdí. La perdí para siempre y pronto, ya, olvidé sus piernas...- La tarde estaba cubierta por un sol inútil y agónico que la maquillaba deliciosamente, el viento cruzaba fuerte entre los peatones que hacían lo que les corresponde: irse –“calabaza-calabaza-jomsuitjom-¿quiénlatenestecorazón?”. Sólo Luis parecía no tener prisa, no buscar un bus, un taxi, un edificio en particular. La avenida en el hervor frío de las cinco le resultaba un espectáculo interesante; nunca se sintió parte de ese ajetreo, como el joker que ni fu ni fa y sin embargo, puede adoptar la personalidad de cualquiera de los habitantes de la baraja si es necesario.
“Un Tico en San José”, ooh ooh, I’m an alien, I’m a legal alien, I’m a tico in ticoland.
Cecilia de seguro tardaría, así que sacó un cigarrillo para no subir tan solo por el bulevar y amortiguar la espera –la espera desespera- dijo entre dientes, mientras jalaba la llamita del encendedor a pesar de los manotazos de brisa polvorienta que bajaban del Morazán. Llegó a la plaza como llegan los perros callejeros a cualquier parte, eligió un poyo donde posar el trasero y, después de maravillarse con la flor gigantesca que un payaso percudido fabricó con globos multiformes de colores, se concentró en la fotografía que adquiría un movimiento tan natural, tan cotidiano. San José caminaba hacia todos los puntos cardinales y sin embargo
“se queda” –pensó. El bulevar es un reptil inmenso mudando de piel a cada instante. El Teatro Nacional se balancea, se altera a cada aletazo de las palomas que huyen furiosas de los niños. Hace tanto que no me da por perseguir palomas y sin embargo tengo la sensación de haber estado haciéndolo toda la vida. Niño tonto no la vas a atrapar. Pero no lo sabés. Cómo te divierte no saber. Cómo divierte a tu madre que no sepás. Ahora le comprará maíz a la señora gorda y le pedirá que te saque una polaroid rodeado de palomas que pondrá en algún álbum con un papelito que diga:
“Sebas persiguiendo palomas”
como si no fuera evidente, como si el dato fuera necesario. La explicación esa ancla, ese puerto provisional e inútil. Explicar una cosa es deformarla, substraerla de sí misma para traerla al mundo a punta de palabras que no son más que cuñas. Toda palabra es un prejuicio cantaba Federico. Taquitos de papel para que la realidad -que es una mesa porque insistimos en ponerle las patas- no se nos tambalee. También estás en las fotos de Tati, un poco más alto y menos panzoncito pero ahí estás, congelado, persiguiendo palomas. Las fotos de Tati se mueven, se lo diré en la noche –pensó mientras miraba el reloj inmóvil de la fuente para notar que había avanzado quince minutos desde que llegó a la plaza.-. Todo está quieto y aún me quedan unos cuantos taquitos de papel en el bolsillo. Cecilia filia no tardes más- dijo como silbando.
A lo lejos, en el último plano de la fotografía, había una muchacha diminuta esperando el semáforo, de repente los autos se detuvieron y se vio cómo el viento levantaba la bufanda blanca que tiraba por el cuello a la muchacha y la hacía partir la Avenida Segunda en dos. Se acercaba aprisa saltando de un plano a otro. Agrandándose. Pasó entre el Teatro Nacional y los turistas del café del Gran Hotel Costa Rica con una indiferencia absoluta que fue correspondida con una dosis similar por parte de los turistas y la estatua vigilante de Beethoven. Venía agrandándose, sacando sin violencia, poco a poco, la gente y las palomas del cuadro, hasta que la foto quedó completamente cubierta de un azul profundo por el que de vez en cuando brillaba un gran objeto redondo que debía de ser un botón.
-Ya sé, ya sé, me atrasé.
-¿Y de qué me sirve a mí que lo sepás?
-No seás pesado. Como dijo Wilde en labios de Lord Henry: “La puntualidad es una pérdida de tiempo”, así que...
-No me cités maricones, vos sabés que a mí los libros no me sirven de nada: libro que leo, libro que olvido. En todo caso ya te perdoné.
-Qué considerado.
-Cómo no serlo si ese suéter azul te queda exquisito, para seguir con el estilo wildeano.
-Eso se lo dice usted a todas –dijo Cecilia, balanceándose con las manos juntas y sobreactuando pena.
-Sólo si visten de azul –asintió Luis, adoptando la pose que según él adoptaría un dandy inglés de fines del XIX, lo cual le hizo mucha gracia a Ceci.
-Bueno, bueno, dejémonos de frases hechas y vamos por un café... Manolo’s supongo.
-Sus deseos son órdenes, señora.
-Necio.
(Cecilia y Luis se divertían mucho juntos, sobre todo cuando no había nadie más que pusiera en evidencia lo distante que estaba el uno del otro. Alguna vez, en su época universitaria, habían compartido cepillo de dientes, cocina y cama; más por miedo a arrepentirse con los años de no haberlo hecho que por la miopía del viejo cupido, al que por esos tiempos las alas ya empezaban a vérsele ridículas. Por un lado, Cecilia creía saber mucho de Luis, conocerlo, admirarlo a veces, soportarlo estoicamente otras; por el otro Luis se abandonaba a la superficie, a leerle sin método la sombra, a detallarle la silueta y quererla cuando estaba triste y comprarle baratijas de cien pesos que ella descubría divertida en la mochila o la cartuchera. Cecilia se dedicaba a acompañarlo a él, que estaba tan solo, y Luis a dejarse acompañar y no prometerle nada, excepto lo que no había que cumplir. Lo de ellos fue más bien un affair, un caprichito que los dos se concedieron a sabiendas de que no les dolería demasiado, de que nunca se lo tomarían muy en serio. Y así fue)
Se sentaron contentísimos de que un par de gringos que estaban en una mesa de afuera se marcharan dejándoles espacio. Por supuesto que la mirada condenatoria que lanzó Cecilia sobre los vasos y los platos vacíos de la pareja tuvo algo que ver.
-Hemos logrado la nacionalización de la mesa- festejó Luis socarronamente
-So juat?
-Pues que podremos tomar café de exportación en una mesa con vista al mar.
-¿De gente?
-Sip. Parece que está subiendo la marea, cuidado te mojás los zapatitos.
-Un café con leche para mí –le dijo Ceci a la mesera, que se había acercado.
-A mí uno negro y una orden de tostadas, por favor. ¿Querés tostadas? –Le preguntó a Ceci.
-No. Almorcé tarde y todavía estoy llena –respondió frotándose el estómago.
La mesera se alejó sin mucha ceremonia a esos territorios donde crecen los árboles que dan tazas de café, leche tibia, tostadas calientes, jarras de cerveza y los más diversos platillos. -¡Dos cafés y una de tostadas para la siete!
“La cocina de los restaurantes. Territorio ignoto. Vedado para los no iniciados. Donde suponemos que hay calores fraguando cosas, aguas que fluyen en lavabos y tuberías, personas e insectos ignorándose, cristales formando altísimas torres simétricas de platos y vasos, frigoríficos retardando procesos químicos ineludibles. ¡Meras especulaciones! una ventanilla y un timbre son los únicos indicios que tenemos de la existencia de lugares tan disímiles como estos; por las mesas se reparten sandwiches ya ensamblados, carnes alteradas por el fuego, granos intervenidos por manos inv...”
-Entonces fulano, ¿para qué me citaste? ¿Encontraste por fin la fórmula para que los números se toquen entre sí? O ¿acaso ya sabés cuál es la mezcla perfecta de metales y sus dosis respectivas para producir pescaditos de oro?
-Eso lo descubrí hace mucho –respondió Luis con aire de autosuficiencia, sin esforzarse por acabar su devaneo-. Lo que pasa es que si le sumás esa escrupulosa manía de Tati por ir a su clase de diseño y composición a la arraigada costumbre que tiene Julio de trabajar, a mí me queda una tarde y un apartamento grandísimos y vos sabés la claustrofobia que me agarra en los espacios amplios. Así que decidí venir a ver las fotos de Tati en vivo y a todo color y de paso buscarte para matar juntos el tiempo mientras esos dos se desocupan. Además tenía ganillas de verte y leerte un poema.
-Gracias –dijeron a una voz a la mesera que traía los frutos frescos en una bandeja plástica marrón que le recordó a Cecilia un día, hace mucho, cuando se le cayó el almuerzo en el comedor de la universidad para regocijo de los otros y total vergüenza suya.
-¿Qué poema será?
-Poné atención, es un poema que podés colgar en el índigo ojal de tu suéter… –Luis sacó un papel del bolsillo, un poco desconcertado por el rubor de Ceci, que a esas alturas ya estaba recogiendo los últimos restos de picadillo de chayote de un piso del pasado.
Sos triste
Como los espejos,
Como las peceras.
Muchacha diluviana,
El rocío se reúne
Al filo de tus pestañas
Y del tendido eléctrico;
Habría que enviar colibríes
A beberlo
Gota a gota.
-Más que poema parece telegrama –dijo Ceci, revolviendo afanosamente el café.
-Porque es urgente, es un poema urgente, un aviso –replicó Luis un poco decepcionado, pasándole el papel a Cecilia y sin saber muy bien por qué había tomado la defensa del poema como su causa del día, al fin y al cabo a él qué le importaba.
-No sé, a mí me parece muy cortante, como sin ritmo: SOS TRISTE –recitaba con voz solemne-/ COMO LOS ESPEJOS/ COMO LAS PECERAS./MUCHACHA DILUVIANA...¿qué es eso de muchacha diluviana? Suena a monstruo, a sirena gorda y decrépita desafinando en el balcón de alguna casa de citas. Ves como solitas me brotan las imágenes; dats poetry, mai dier!
-A Prusiano tampoco le gustó mucho, pero nada, igual lo publico.
-No la agarrés con Julio –objetó Ceci con una risilla cómplice-, así que de eso se trata, venís a buscar aliados editoriales. Por eso yo desde el principio me lavé las manos. Ustedes dos son insufribles: primero deciden irse a vivir juntos y luego se les ocurre como la gran cosa ponerse una revista.
-¿Por qué lo decís? –preguntó Luis que sabía la respuesta pero quería escuchar las sílabas incorporarse, irrumpir en escena, acomodarse en palabras y oraciones, con los tonos y los matices que convierten lo inasible en algo capaz de ser sentido y recreado en el paladar del alma.
-Porque pasan agarrados del pelo, que si el tipo de fuente, que cuáles páginas a color y cuáles no, que si mantener un estilo desenfadado siempre o de vez en cuando ponerse serios. Eso de la revista es un pretexto para desviar la atención de sus disgustos a un campo de batalla donde los soldados se disparan con balitas de celofán. ¿Por qué no deciden odiarse y punto?
-Vos sabés que estoy absolutamente incapacitado para odiar a Julio… es tan buen conversador. Lo mal quiero, eso es todo.
-Pues peor... a vos siempre te costó dar la razón, siempre has sido un tibio, nunca pudiste... – dijo Ceci buscando la palabra que se le cayó dentro del bolso pero sólo encontró un cigarrillo, así que se lo encendió.
-Siempre y Nunca, palabras que se quedan cortas, palabras huecas que no saben decir lo que dicen, que ocultan otra palabra menos abstracta, indecible. En el fondo yo no debería estar aquí, a mi no debería haberme gustado el poema de Henri Dardelve, solo ese seudónimo ya es todo un síntoma, pero qué le vamos a hacer, uno tiene que inventarse la vida fulana; aunque ya esté inventada, aunque extienda la mano y la taza de café no tiemble y se deje agarrar irremediablemente por su bracito de porcelana, aunque la arrastre unos centímetros más rumbo a tus dedos distraídos y los sienta huir poniendo de pretexto un cigarrillo, que por supuesto no es un cigarrillo ni una excusa, sino más bien una razón, un argumento inobjetable, porque claro, yo nunca pude tres puntos y entonces cigarro.
-A lo que voy es que vos, solo por molestar, entre Teresa y la Isla Barataria, te quedás con la isla, para ponértelo como te gusta.
-Sancho también lo hubiera hecho si el pobre hubiera sabido que la Isla Barataria no existía, que en vez de isla era un Kraken absurdo y hermoso, ese pulpo colosal que hunde los más grandes navíos. La locura del Caballero Andante no puede excusar la cándida inocencia del escudero mi Teresita resentida- dijo Luis, como quien tira una moneda al aire.
-No te me agrandés. Cuando digo Teresa no digo mujer, digo mástil en el cual ponerle las velas a ese barquito tuyo, que insiste en ser hundido por cefalópodos gigantes que solo me mueven si me los imagino al ajillo o en una buena crema de mariscos. Además, vos estás muy lejos de estar loco, querés ser un caballero andante y a apenas y llegás a barbero.
Se rieron despacio, comprensivos, como desde otro tiempo. Hacía mucho que se habían dicho lo que había que decirse, lo demás sería escupirle al sol, lamer con una lengua de sombra las sombras. Cecilia se recostó a la silla y estiró las piernas. Luis la imitó, no sin antes encenderse también un cigarrillo. Botaron largamente el humo. Habían llegado al silencio, que era la mejor forma de estar juntos cuando la tarde empezaba a sufrir esa metamorfosis que la convertía en dos alas oscuras desplegadas que se orientaban hacia San Pedro.
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