miércoles, 5 de agosto de 2009

Acuario IX (2004)


IX

-Quedate, Luis no va a volver hoy.
-Ya sé –dijo Ceci que había puesto sus zapatos junto a la cama- No apagués, quiero que me veás desnuda, que sepás el vientre que está pronto a acogerte, a amasarte para luego negarte y devolverte al mundo con un nombre que no puede ser el tuyo pero que es el que te pone al fin y al cabo. Vení. Para dejarte entrar necesito que te acerqués, que usés la llave así, despacio, que trepés la escalinata de caracol sin saltarte un solo peldaño, porque yo soy cada peldaño; después podrás saltarlos de dos en dos, de tres en tres, hacia atrás, pero hoy no. Ahora no. Pisalos bien, sentí como se hunden tus pies, porque son escalones blandos, insectos de terciopelo en almíbar salado.
Conocé mi estancia, te la presento: ella es la niebla, ella el barro, ellas todas luciérnagas tímidas de dientes afilados, sentí cómo te muerden con dentelladas de luz cálida.
No intentés sostenerte, sería absurdo, no hay piso, la alfombra es una ilusión barata que no sé cuándo aprendí, cuándo aprendimos.
No te ahogués, todavía no te ahogués. Dejá que te enseñe el círculo, los triángulos y los electrones. Después podrás olvidarlo todo, después deberás olvidarlo todo mi amor. Porque lo que se aprende en mi estancia, en mi estancia se olvida. Los astrolabios y los mapas, las bujías y los piñones, los alfabetos, todos son artificios inútiles aquí.
No te ahogués, todavía no te ahogués. Después podremos olvidarlo todo hasta el próximo reencuentro.

Julio soñó un recuerdo. Había mesas. Muchas mesas. Todas largas. Había una muchacha, había la bufanda de la muchacha. En el mostrador de aquel galerón la gente hacía fila para servirse comida: picadillos, arroz, carnes. Él también hacía fila. Tenía hambre. No habían sillas, todos comían de pie. La muchacha se separó de la fila con su ración en una bandeja pero pobre, al intentar juntar la bufanda que se le había caído y serpenteado hasta ocultarse bajo una de las mesas, perdió el equilibrio y su almuerzo íntegro fue a dar al piso de mosaico. La bufanda se acercó cautelosa a olfatear los restos mientras la muchacha volteaba a ver a todos lados sin mirar a nadie. Él se acercó voluntarioso a darle una mano cuando un tipo sin rostro probable, se paró sobre una mesa en el fondo del salón y, sosteniéndose el estómago, empezó a carcajearse señalando a la muchacha y gritando ¡Clavicordio! ¡Clavicordio! entre los espasmos de risa (Julio recordó que Luis le había dicho alguna vez que no se burlaba de Ceci, si no de su caballerosidad acartonada y pretenciosa); entonces él se fue hacia donde el tipo con paso vacilante y le preguntó -¿Por qué y cómo sabe usted mi nombre?- El tipo se sentó en la mesa y poniéndole una mano en el hombro le dijo con sarcasmo –Conan Doyle tiene que servirle a uno de algo en la vida, querido Julito.
La muchacha se sentó con Julio (¿y las sillas? – se preguntó), mientras el tipo se fue a corretear la bufanda en los jardines posteriores.

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